27 abril 2015

Una felicidad triste

Irresuelta y sin absolutos. A excepción de la muerte, esa que es verdad y destino certero. Me revelé contra todo pronóstico. Decidida, egoísta y apasionada, como siempre, como nunca.

Tenía los pies embarrados de nostalgias por intentar caminar de vuelta al pasado. Las manos frías y heladas por abrigarme en un futuro inestable e incierto. Y el corazón contrito, remendado con la tierra infértil del presente.

Tenía toda la culpa, por inventarme una historia imposible, por aferrarme a la utopía de unos ojos grises y hacer eterna una felicidad a medias, inacabada y triste. Sí, una felicidad triste. Hasta en eso resultaba siendo ambivalente y caóticamente existencial. Con el drama del desamor cosido al alma, como quien colecciona corazones rotos y acaba desgarrándose desde adentro, para siempre y luego queriendo resucitarse a sí misma.

Yo no tenía ni idea de lo que hacía o hacia dónde debía ir. Sin embargo, dejaba que el peso de mis incontables frustraciones acabara muriéndose mientras escupía mis pensamientos en prosa libre, e inentendible para los otros.

La carga de mis propias cruces debía llevarla yo y nadie más, entonces, al escribir de manera incorregible y sin puntos finales, siempre en suspensivos, dejaba que mis historias del tiempo, de la vida, de mis años terminaran en una especie de coleccionario, que de vez en cuando me recordaban cuán irresuelta estaba mi vida.

Irresuelta según los dogmas y estereotipos sociales, que inevitablemente me acuchillaban la conciencia en forma de reproches de terceros. Irresuelta por ignorar todas las señales y encapricharme casi demencialmente con el mismo patrón de hombres. Irresuelta por mandar todo al carajo cuando todo parecía perfecto y dar cincuenta pasos hacia atrás, volviendo a casa y ensimismarse en mis propios males y frustraciones de veinteañera.

Tenía 27 cuando descubrí que lo único que me quedaba por hacer era escribir… escribirme. 

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