07 octubre 2014

20 de septiembre

Echar de menos. Eso es lo que pasa cuando la memoria no se tiñe de otra piel que no sea la tuya. Te veo en la llovizna de octubre, en el frío helado de la noche, en la calle oscura de la ciudad, en la canción del olvido, en el poema de Salinas, en la soledad de siempre, en los recuerdos que tiritan. 

Duermes en un pedazo de mi alma, en toda tal vez. Haciendo añicos las sonrisas y dejándome en tristezas que embargan el corazón de un sentimentalismo de antaño que no se quita ni con poesías ni con cafés.  Te quiero y lo sabes. Te extraño y lo sabes. Eso es lo peor de todo, que llevo la vida después de ti deseando arrancarte de un tirón y echar a los bruces del tiempo, diez años perdidos en la nada. 

Echar de menos. Todas las noches, todos los días y hasta cuándo ya no duela tanto y hasta cuando de tanto extrañarte, pueda extrañarte cada vez menos. Me desvié de los semáforos en rojo, tomé la avenida que conducía a tu cuerpo y me enredé en los laberintos angostos de tu pecho. 

Condensé una década de nuestra vida en ocho horas atrapados en la carne, en el deseo, en el amor flotante que nos condenaba y nos liberaba. Te miré, me miraste, nos miramos y de repente las ausencias de los 365 días de todos estos años se desvanecieron entre besos que parecían eternos y miradas que callaban tanto.

Ese día te quise con mi vida entera. Lo sabías. Ese día también quebraste los pedazos rotos del corazón, con los que también te adoraba. 

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