06 diciembre 2010

La historia de Miguel


Por dónde debería iniciar. Existe una regla general que limite el sentido común para acabar de golpe y sin rodeos. Supongo que no. Por estos días mientras caminaba de regreso a casa me tropecé con Miguel, el muchacho de los ojos azules: mi vecino.

Nos besamos un par de veces y nos dijimos cosas parecidas al amor. Fue una de esas relaciones que vienen y van para no caer en la soledad. Lo vi, estaba igual. Con su pelo corto, las patillas largas y la barba poblada. Guapo, sexy y divertido. Me sorprendió su abrazo efusivo y la forma como me miró al despedirnos, creo que intentaba decirme algo, nunca lo sabré o quizás un día de estos me lo volveré a encontrar y sucederá que nos tomemos un café en La 18, terminemos en mi apartamento y luego envueltos en las canciones de Fito Páez nos arranquemos las ropas hasta comernos a besos.

Rompimos porque construimos algo a destiempo, sin la más remota intención de descubrirnos mutuamente o compartir más allá de las pasiones y el placer. Nuestros gustos en común eran los jeans y las camisetas blancas, también los besos y cigarrillos. En mayo nos fuimos hasta San Bernandino, nos bañamos en  una playa solitaria a las afueras del camino e hicimos el amor debajo de unas palmeras. Dos años después me fui a Barcelona a estudiar Historia del Arte y él se quedó en el barrio de toda la vida, en una ciudad sepultada en las calamidades y en un país al que con el paso de mis años odié por injusto y cruel.

Ayer estuve de visita y nos tropezamos. Nunca quise dejarlo, pero no supe acabar sin rodeos y de golpe con algo parecido al amor, supongo que no soy adicta a las reglas generales y por eso jamás le dije adiós. 

Psdta: mi regalo favorito, la colección de besos en San Bernandino.

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