Tan perfecto, tan él. Aquella madrugada de la que tantos jamás dejaron de hablar se hizo de carne y hueso: 25 de diciembre. Una profecía dicha desde antes que las estrellas vieran la luz y el universo conociera existencia.
De las entrañas de una mujer, del vientre inocente de una madre que lo sería por primera vez, del milagro hecho hombre y criatura, de allí nació al que 33 años después clavarían en un madero en un acto de genocidio. Lo llaman Cristo, también El Mesías, esta noche no le daré nombre porque supongo que su destino y su historia son más que un nombre, más que un rostro.
El de los ojos azules o negros, el de cabellos largos y barba poblada, el hombre blanco o moreno, el que han caracterizado tantas veces detrás de las pantallas y al que Mel Gibson en una película tan real y morbosa le dio por nombre "La pasión de Cristo", ese que ni siquiera es mito ni leyenda, ha sido bautizado como el Salvador de la humanidad. Es irracional e ilógico para la ciencia, para la historia un personaje, para el mundo: Jesuscristo.

Esta noche, no le daré nombre porque mis labios lo han pronunciado cien veces y más de un millón. A lo mejor e importa aquel pasado, aquella escena desgarradora, a lo mejor era justo y necesario que aquella vida traspasara al resto, que una muerte significara la resurrección a la esperanza y al amor. 33 años antes significó navidad.
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