Ahí estaba con el peso de su conciencia, con los rotos vuelto mierda, con la herida abierta de par en par, con los ojos agonizando por culpa de todas las malas decisiones. En la almohada caían las goteras de sus llantos. Vivir a duras penas, morir cada noche con la melodía sórdida de la soledad, un corazón aplastado por viejos recuerdos, una habitación envuelta entre la neblina de los dolores y los pocos haz de luces que amenazaban con asomarse cuando volvía a escucharle en la lejanía de sus pensamientos.
Y de repente, salió del cascarón con la intención de comerse al mundo...pero solo a uno en particular. Aunque la pesadez de la noche se desvanecía con la llovizna de mayo, él le arrebató las ropas, le comió la inocencia, irrumpió su timidez y la llevó a la gloria. Besos ardientes, animales, el gemido de dos almas desconocidas en medio de la silente ciudad de la furia; se amaban, se deseaban, penetraban sus pasiones, olvidaban sus pasados y mientras se desgastaban entre caricias salvajes el único lazo que construyeron en aquel motelucho, fue la ironía de un amor clandestino de amantes solitarios.
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