27 diciembre 2010

Un nudo en la garganta

Está oscuro. Ha llovido mucho y las calles están cubiertas de fango. El sol está escondido detrás del universo mojado y los tragaluces no procuran iluminar la plenitud de una calle solitaria. No falta entender para intuirlo. El corazón está roto.

El camino cada vez se hace más cansado y empinado. A los lados, los arenales del desierto arruinan el silencio con el eco de la brisa seca que se estrella contra los pies, contra el rostro. Hay necesidades, deseos, instintos, anhelos, hay tanto para dar. En la esquina, están esperando los abrazos furtivos, las miradas eternas que lo cambian todo y las estrellas colgadas arriba, más allá de las azoteas de los enorme edificios.

Y ahora que las lágrimas están hartas, se desvanecen un poco los sufrimientos pasados, el hastío de las promesas repetidas. Hubo cientos de arrepentimientos y millones de caminos equivocados y al final el rumbo ha traído los pasos a este lugar. Lejos de las casas vacías, de los pleitos con desconocidos, a distancias de los cariños compartidos a medias. 

Reír y llorar, amar y odiar, morir y vivir, gritar y callar, olvidar y perdonar. Ligeros pensamientos que caen en la noche, en la madrugada, en la mañana, en el atardecer. Ligeros pensamientos de la vida misma que vienen y van cuando las nostalgias de los caminos cruzados hacen brotar el llanto cuando se está en soledad. 

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