Hay un hombre sentado delante del mostrador, una adolescente con ínfulas de mujer fumando un cigarro y tres sujetos más jugando billar. El vallenato viejo de Miguel Morales suena una y otra vez en La Laguna Azul, el bar de la esquina. Famoso por alojar a los borrachines del barrio Chino y a las prostitutas que llegan cada tres horas para embriagar de deseo a los que ahogan su tiempo en unos tragos de ron.

"La cocaína y el ron son la mejor anestesia. Un poco de los dos y lo demás es pan comido...además con eso encima el sexo sabe más rico y ni siquiera da asco". Ella me recuerda mucho aquella canción de Jorge Oñate: "Mujer Marchita de alma y fecunda, pobre criatura sin ninguna redención, sola entre la multitud
que comercia con tu amor al irse tu juventud, baja tu valoración". Mujer marchita que no comprende ni se preocupa por comprender lo que ella misma se ha negado. Mujer marchita de palabras morbosas, de gestos vulgares. Amante resignada, sujeta a las voluntades ajenas y enamorada que nunca conoció al amor.
"Tal vez exista, pero no creo que se acuerde de mí. El mundo está tan podrido que estará cansado de las mismas maricadas. Nunca le he pedido nada, porque no creo que tenga tiempo para escuchar mis oraciones". Sin Dios, sin madre, sin padre, sin familia, acompañada de los vestidos baratos que compra en San Nicolás, de los únicos tacones y de los tres labiales que le regaló Mauricio el primer novio que tuvo.
Todas las noches me acuesto con ella, no me pregunta ni me responde. Por eso me gusta, porque es tan inocente que ignora lo que hay detrás de las perversiones que esconde mi mente. Hablamos de la posición más excitante al quitarme los pantalones y de lo que debe hacerme para complacerme. Ella será la protagonista de mi próxima novela: labios rojos.
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