“Un pueblo ignorante es un instrumento ciego de su propia destrucción”. Eso lo decía Bolívar El Libertador, el que alguna vez soñó con un pueblo educado y colmado de libertades. Pero aquello quedó reducido a deseos efímeros plasmados en los libros de historia y en la utopía soñada de un continente que durante los últimos siglos ha librado guerras interminables.
Le dolería ver como todavía, aún después del 7 de agosto de 1819 su hazaña libertadora aunque nos hizo libres y rompió con las cadenas de la esclavitud y la indiferencia, hoy resulta una historia de Independencia mal contada, porque ‘libertad’ es solo una frase dibujada en los murales de la mente humana. Creo que él ha sido uno de los pocos hombres que le ha hecho honor al verdadero significado de la política, quien intentó por lo menos, lograr el bienestar del pueblo desinteresadamente.

Me quedo con mi derecho a la libre expresión, con la irreverencia de ir contra la corriente a través de palabras en hojas en blanco. Ojalá y la política volviera a su esencia primaria, a la inventada por los griegos en la Polis; los hombres la transformaron con el paso de la vida y quedó reducida a ser solo “el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados”. Me pregunto qué pasa con la democracia, con su esencia, con ella en su totalidad. Mientras unos intentan salvar almas con la religión, otros las destruyen con la forma de hacer política; he descubierto que no es más que “un acto de equilibrio entre la gente que quiere entrar y aquellos que no quiere salir”.
A Simón Bolívar le quedaron debiendo la nación soñada, esa que no existe y jamás existirá mientras haya vida. Al pueblo le quedaron debiendo la justicia, a la política le quedaron debiendo la verdad, a nosotros los absurdos soñadores, los de los zapatos en el séptimo cielo y los ideales de carne y hueso nos quedaron debiendo más héroes de esta época.
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