02 abril 2010

A las afueras del banco

Ojalá y no fuera tan duro decir adiós a quien es imposible decírselo, imagino que nunca se está preparado para ello. 

Después de casi diez años, el viernes por la tarde me encontré con Miguel en el banco: fue mi primer confidente cuando apenas sabia que los besos tienen sabores distintos y emociones desiguales.

Conocía mis tristezas sin ni siquiera mencionarlas, ese día no fue la excepción. Ya no era aquella joven de 19 años que se dejaba arrastrar por sus impulsos, pero él me conocía de una manera sorprendente. 

"No has cambiado la forma de sonreír cuando ya no puedes aguantar la ganas de llorar, el brillo de tus ojos es un disimulo pasajero", me dijo sin pestañear.

Era cierto. Ojalá y nunca hubiera tenido que viajar a Argentina, quizás ahora fuéramos novios de verdad y no una aventura más.

Moría por acurrucarme entre sus brazos y quedarme en ellos hasta que ya no tuviera más lágrimas. Me tomó de la mano y me dijo al oído: "tus margaritas azules llegan a la puerta cuando menos las esperes", se refería a las oportunidades que esperaba impaciente cuando volvía con el corazón hecho añicos por culpa de unas copas y pasiones desbordadas. 

Intentaba escapar de la soledad, deseaba con desesperación envolverme en las caricias de alguien que me hiciera despertar ilusiones nuevas, deseos reales y sentimientos eternos. Pero me escondía entre las páginas de los libros y las canciones que inventaba mientras dormía, porque simplemente era imposible dejarme desnudar por ojos extraños y manos de ensueño: tenía miedo de volver a enamorarme como una chiquilla de 20 años. 

Esquivar aquellos pensamientos me condujeron al borde de un callejón sin salida: amante de una noche y llamadas en espera. Al menos estaba Miguel para acompañarme y hacer menos intensa mi culpa. 

Fuimos hasta la Calle de Los Puentes y charlamos por casi dos horas. Aquella eternidad trajo de nuevo a mi rostro la verdadera alegría que hacía tres semanas había desaparecido. Comimos algodón, crispetas de chocolate y chupetas de mandarina.

Creo que ese, había sido el mejor viernes de mi vida antes de volverlo a ver. A las diez de la noche tomó la última ruta del bus y se fue a la terminal, otra vez  el trabajo y el tiempo no terminó separando.

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