Sobreviviendo a las costumbres semanales, vuelvo a la rutina: un libro y una taza de chocolate caliente. Intento conciliar el silencio en medio de otros, atrapados entre hojas y páginas ajenas a mi realidad. Vuelvo los ojos al mundo y descubro que nada está como lo dejé, después de una semana la vida se me había pasado de frente y un montón de nada me quedaba delante.
Olvidé las razones por las que debía continuar andando, los poemas de Cortázar me parecían vasijas sin fondo y Hemingway solo era un retrato pasado en la estantería. Algo había extraviado y la ruta de vuelta estaba en cualquier lugar menos conmigo.
Había intentado dejar la adicción a la soledad, pero la música me consumía en ella. Los vicios por escribir hasta el amanecer estaban tan ausentes como las ganas por volver al presente. Un día estaba despierto pegado a las sábanas mientras el mundo se consumía en el caos y al siguiente era un extraño metido en las calles aburridas de la ciudad, sin nombre ni dueña.
Quisiera vislumbrar el horizonte sin pesadumbres en el alma y dejarme sentir libre como las mariposas y los grillos del monte. Anduve buscando trozos de corazones sinceros y sueños reales que pudiera mantener a mi lado sin miedo a los despojos humanos que siempre dejan heridas incurables y sensaciones amargas.
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