Las mariposas de plastilina las guardé en cajas de cartón. Tenía 8 años y no sabía de los besos con sabor a fantasía. Pensaba en las muñecas de trapo que traía el Niño Dios y los cuentos que venían antes de ir a la cama. Tuve unos cuantos cascabeles para juguetear en la madrugada cuando el insomnio infantil se quedaba conmigo, el vaso de leche y las galletas de chocolate eran el postre de buenas noches.
Ya no tengo las mariposas, y las muñecas de trapo se fueron al armario de Antonieta. Desearía volver atrás y usar las agujetas azules con el vestido amarillo. Jugar a la pilindrina y a los besos americanos, pero de ellos solo tengo nombres y apellidos, calles y barrios, casas y pijamadas. Está Fabrizzio el pelirrojo pecoso de 17 años que me hizo vibrar por primera vez, sus besos eran los soñados y con él descubrí el sabor inigualable de las caricias eternas.
Lo que tengo después de treinta años son mis poemas, aunque no se parecen a Cortázar, Neruda ni Becquer, los llevo prendidos en la inspiración, un retazo de sentimientos y pasiones colgadas en el papel.
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