Llueve tanto allá afuera que siento pena por lo que no puedo tapar. Quizás, de esa manera se ve el corazón cuando duelen los amores del alma. Es tan agobiante sentir el tiempo y no poder salvar las promesas que hoy inevitablemente se han roto. No me gusta la lluvia y menos cuando las centellas estremecen los rincones del universo, ante eso es imposible no desbaratarse sin sorpresa.
Se desencajan las emociones por un segundo, pero después vuelven a su sitio. Se parecen a los recuerdos de Andrés y a la calle Trece cuando jugábamos a los besos perdidos en el patio del colegio. A oscuras y detrás de la puerta del salón experimentamos los amores a escondidas y las caricias clandestinas; no había reparos en la forma de tocarnos, solo empujados por el huracán de sentimientos que se revolvían cuando una mirada nuestra se cruzaba por casualidad en el salón de clases.
20 años después, aquellos momentos se siguen colando en los recuerdos cuando llega octubre y llueve tan imparable como hoy. El pensamiento busca lugares lejos de casa que después de muchos recorridos vuelve al lugar que ha extrañado desde la primera vez.
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