09 enero 2010

LABIOS ROJOS

No me gusta septiembre, el olor a chocolate por la mañana ni el queso con mermelada de piña. Me gustan unos labios rojos que no conozco porque son imposibles, me fascina el silencio de la casa cuando es de madrugada. Son manías ajenas que se han adherido con los años, así como los cuentos de mi abuela sobre sus memorias de infancia, esas interminables conversaciones de horas eternas y carcajadas echadas al viento.


Cuando está claro el olvido, se marchitan los dolores de vidas pasadas porque nada se acostumbra a un para siempre; ni el tiempo ni los pensamientos. Por eso, los míos los guardo como secretos debajo de las almohadas, cuando pesan demasiado se escapan con las lágrimas que ya no se pueden disimular y a oscuras en una habitación amiga.


Pero no es un recuerdo lo que mata el sentimiento, son las promesas vacías que se quedaron sin cumplir a las afueras de la iglesia. Iban más allá de experiencias adolescentes o travesuras de jóvenes enamorados, era una vida entera esperando por deseos de cosas imposibles que se podían hacer al revés para dejar de ser imposibles.  


No me gustan los días grises, los chapuzones a mediodía ni las manzanas en la ensalada de frutas. Algunas veces los olvidos son menos dolorosos que las relaciones anteriores, las cicatrices se borran con el tiempo y desaparecen los sentimientos. Extraño suele ser cuando busco esos labios imposibles y los encuentro en la parada del autobús, extraños y ajenos que se cruzan cada tarde en horarios desiguales y por instintos pasionales.


Sin prisas, sin besos de otros y al lado de los labios rojos que ya no llevo como secretos. Al paso de un instante, de un segundo, de un minuto que después será pasado al presente y olvido al futuro. Todavía los recuerdo como en noviembre, sujetos al hombre de la gabardina oscura y metidos hasta las tetas en la boca de otra.






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